No hay mayor símbolo de separación que un muro, y no hay, quizá, muro más conocido, que el Muro de Adriano. El Muro de Adriano se construyó en el siglo II para separar a los «bárbaros» caledonios y pictos de la «civilizada» provincia romana de Britania, y aunque desde entonces son incontables los días y noches que ha visto, las lluvias que ha soportado y los hombres que lo han hollado, sus restos permanecen, orgullosos, como el monumento romano más grande y uno de los más famosos. Con una historia de diecinueve siglos y una extensión de ciento dieciocho kilómetros que atraviesan el norte de la isla de Gran Bretaña?entre el golfo de Solway y el estuario del río Tyne?, el Muro llegaría a incluir quince fortalezas, una cada docena de kilómetros, para albergar las guarniciones permanentes que separaban a Roma de la barbarie. Su función no sería tanto detener a unos eventuales atacantes, algo imposible ante su extensión, sino ralentizar o incluso disuadir de tales intenciones, pues, mientras estuviera bien protegido, sería difícil atravesarlo. Apoyándose en las numerosas contribuciones a cargo de arqueólogos y especialistas durante las últimas décadas, este libro de Adrian Goldsworthy, uno de los mayores expertos mundiales en la Roma antigua, constituye una importante aportación al estudio de la frontera en la periferia del Imperio. Cuenta, además, con un espectacular aparato gráfico, que conjuga ilustraciones de maestros como Peter Connolly o Graham Sumner con evocadoras fotografías, que nos trasladan a un mundo de frontera, donde los legionarios patrullaban entre nieblas y nieves. Cuando los romanos abandonaron Britania entre 410 y 450, esta estructura quedaría como la larga cicatriz de lo que fue una última avanzadilla imperial, el último confín de Roma.